Bailarín, como ya su nombre lo indica, es un ser que baila y ama el show. Desesperado personaje sin ideología e incapaz de resistirse al más ligero estímulo. De ahí su triste final. El autor lo destaca con especial énfasis. Presenciamos cómo Bailarín sucumbe poco a poco a la obsesión, luego a una profunda apatía. Hasta que, después de estériles intentos por conseguir una coartada, cae finalmente en aquella parálisis de tinte religioso, que, junto al exceso, consuman su completa ruina física y moral.
Entonces Bailarín sintió un dolor en la sien. La actividad creativa que envolvía y calentaba su cuerpo se entumeció y le colgaba como largos tapetes color azafrán. Una corriente de aire le torció las manos y los pies. Su espalda, un rechinante tornillo, se elevaba como una espiral hacia el cielo.
Disimulando se agarró de una piedra que gritaba angulosa en un edificio, e, involuntariamente, se puso en posición de defensa. Obreros azules lo asaltaron. El claro cielo se derrumbó. Un pozo de ventilación se le opuso. Una formación de parteras aladas cruzó fugaz el cielo.
Las refinerías, las cervecerías y las cúpulas de los cabildos comenzaron a estremecerse en un ruido incesante de tambores. Demonios de colorido plumaje ensuciaron su cerebro, lo estrujaron y lo vaciaron. En la plaza central, enajenada de estrellas, se levantaba sobre la punta de su proa el casco enmohecido de un barco.
Con los dedos índices, Bailarín rasgó el último y miserable resto de sol que se había escondido en sus oídos. De ellos brotó un brillo apocalíptico. Los obreros azules soplaron trompetas de caracol. Se subieron a caminos de luz y descendieron en el brillo.
Tuvo ganas de vomitar. Un ahogo en el falso dios. Corrió con los brazos levantados al cielo, tropezó y cayó de cara. Un grito salió de su espalda. Cerró los ojos y se sintió arrojado con tres poderosos impulsos más allá de la ciudad. Tubos de plástico absorbían las fuerzas de sus reservas místicas.
En sus vestiduras sagradas verde ensalada, Bailarín cayó de rodillas y le mostró los dientes al cielo. Fachadas de casas como hileras de tumbas, unas sobre otras; ciudades de cobre al borde de la luna; trincheras que en la noche se balancean de una estrella fugaz; una cultura hecha de retazos se deshoja y es hecha añicos. Bailarín está furiosamente poseído por la coreomanía. Uno, dos, uno, dos: la mortificación de la carne. “Pancatolicismo” grita en su frenesí. Inaugura un ministerio de reclamos públicos y es el primero en hacer una queja. Explica melodramáticamente la imperiosa violencia de sus excesos, las monomanías de sus ensoñaciones. Se arremolina en un confinamiento magnético. Arde en los canales subterráneos del sistema de canalización. Una hermosa cicatriz adorna su ojo con un resplandor blanco.
En camisa de zigzagueantes colores se balancea sobre una prominente torre de éter. Toma prestada una gran inspiración y asciende irrumpiendo en el ámbito de gigantescas esferas imaginarias. El rostro de las decisiones apresuradas, del incansable cuero cabelludo, del molesto escepticismo, lo amenazan. Con los pulmones destrozados, se escabulle de la mano de un duende.
Los amigos lo abandonan. “¡Bailarín, Bailarín!”, grazna desde lo alto de una chimenea. Se desprende de los vínculos. Y se desliza como el segmento de un eclipse solar por encima de las cúpulas irregulares y las torres inclinadas de ebrias ciudades. Desvelado e instalado en un cochecito lo llevan por la calle. Lo eclipsan los paisajes de la vergüenza, de la tristeza y de la beatitud nupcial.
Engendra decadencias a su gusto y empeña profundos complejos. Y cuando puede, orquesta inhibiciones, falsificaciones de cataratas y sensaciones. Por las noches se enrosca al cuerpo de una prostituta. Detrás de las orejas, la piel se le eriza. “Quizá quieren decir, pobres bobos…” y golpea el suelo, la boca llena de espuma, una nube azul. Se arrastra hacia el sol. Quiere tener esa experiencia. La hierba crece envidiosa y lo vuelve a sumergir en las tinieblas. Unas cortinas se hinchan y la casa se aleja flotando. Es la catalepsia de la destrucción. Lenguas chocan contra el pavimento como flechas rojas.
Gagny, la plúmbea, tiene que hacerle la raya del pelo para que pueda pensar. Dagny, la sirena, lo atiende, mientras que, a su derecha, Musicón brilla opalina en su esplendor musical. Bailarín mató a un capitán a punta de golpes de misal. Inventó una isla flotante. Asiste a las procesiones y adora a Jesús Vagabundo. Lleva el hisopo en las misas de réquiem, y esparce el agua bendita: acetato de aluminio. Pero ya nada lo salvará. Es muy inferior a esas turbulencias, detonaciones y ondas de radio.
–¡La cantidad lo es todo! –grita–. La sífilis es una grave enfermedad venérea.
Toma un baño de ácido clorhídrico para deshacerse de su cuerpo emplumado. Solo queda: un ojo de gallina, unos lentes de oro, una dentadura postiza y un amuleto. Y el alma: una elipsis.
Sonríe con amargura:
–La originalidad es como estornudar burbujas. Doloroso e improbable. Cometer un asesinato. Un asesinato es algo que no se puede negar. Nunca jamás. Estar de buen ánimo. Siempre amar a los pobres. Y ya tenemos a dios como regalo. Eso sí que es tierra firme.
Y sopló en el cuello de Musicón. Entonces se esfumó.
Escribió su testamento. Con orina. Más no tenía. Pues estaba en la cárcel. En él maldecía a: los soñadores, Dagny, el caballo de calesita Johann, a su pobre madre y a muchas otras personas. Luego falleció. De carbonato de sodio crecieron palmas. Un caballo movió las patas y avanzó. En una clínica, la bandera estaba izada a media asta.
Ball, H. (2017). Tenderenda el soñador. Buenos Aires: Buchwald Editorial.