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Buchwald

Joseph Roth: Despedida del hotel

Me hubiera gustado encontrarme en el hotel con uno y otro amigo más, pero tengo que partir. Ha sido suficiente por esta vez. Si me quedara más tiempo, no sería digno de la gran fortuna de ser un extraño. Si no lo abandono urgentemente, el hotel podría degradarse en hogar. Y aquí quiero sentirme como en casa, pero no en mi hogar. Quiero ir y venir, ir y venir. Prefiero saber que el hotel me espera. Lo sé, es puro sentimentalismo; también sé que por miedo al sentimentalismo burdo me rindo a un sentimentalismo original. Qué puedo hacer, así es el corazón humano.

Hoy le voy a comunicar mi partida al conserje. ¡No porque tenga que hacerlo! En este hotel no hay “avisos” ni “órdenes de desalojo, según la Ley de la Industria Hotelera del año 1891, A IV, §§ 18 y 22 ff.” ni “reglas de la casa”, y nunca se les pide a los huéspedes: “Por favor, anunciar con anticipación la fecha de su partida, de lo contrario se cobrará una noche extra. Atte., la Administración”. No, en este hotel no hay carteles en las paredes. Tampoco anuncian que haya una “cocina de la casa”, pues la comida es buena, así que los huéspedes comen allí. Si le comunico al conserje mi partida, es porque me urge una necesidad de bondad y porque quiero escuchar como me dice “¿pero, tan pronto?” con ese indescriptible tono. Lo dice en silencio, como si se tratara de un secreto; como si la decisión de partir pudiera posponerse, mientras solo nosotros dos sepamos sobre ella… Lo dice lentamente, como alargando las palabras, como si fuera una larga queja. Lo dice desde una distancia inverosímil que yo pretendo recorrer. Buen hombre… ¿Qué hará sin mí? ¿De quién va a despedirse por las noches, cuando vestido de civil, abandone el hotel? ¡Qué bien nos entendemos! No es sino con la mirada que nos comunicamos: ¡la verdadera lengua internacional! Todo eso llegó a su fin…

Pero los hombres tenemos que ser fuertes, así que el conserje averigua en qué tren o barco puedo partir. Le digo a donde voy y más o menos la hora de partida, más o menos “a la tarde”. Y él me indica con precisión: el tren 743, con vagón para dormir, 18:32, dos paradas. Vagón restorán hasta las 22:00. Hace más propuestas. Dejo que él decida. Una de las virtudes de los buenos conserjes es poder distinguir los mejores trenes de los no tan buenos, aunque rara vez viaje en uno. Confío en él. Y si el tren que eligió por mí llegara tres horas tarde, pensaría que todos los demás se descarrilaron. Así de crueles somos cuando queremos consolarnos…

Mañana será el día más largo de todos. Uno ya está en camino y no se ha movido. Por cierto, ya se ha divulgado la noticia. El camarero de turno tarde, ya al medio día, me deseó buen viaje. Lo dijo por la propina, pero no por eso deja de ser sincero. Además, en mi experiencia, los deseos más honestos vienen de quienes reciben propina. Quien no espera nada de mí, espera que me vaya al diablo. ¡Bienaventurados aquellos que pueden dar propinas! Todos los bendicen, pues esperan que vuelva pronto. Miro cómo el camarero me honra al apreciar mi bondad tanto como a mis peores cualidades. Para él, soy tan simpático como el dinero. (Solo mis amigos son más simpáticos que el dinero). Pero en sus ojos puedo ver, junto al brillo de satisfacción, un ligero resplandor de melancolía. En la alegría de la propina, se mezcla la tristeza de la despedida. ¡Adiós!

Va a ser un día muy largo. En esta habitación no hay nada, por suerte, a lo que una mirada triste podría aferrarse. Ninguna delicada azucarera, ningún escritorio de untío, ninguna foto del abuelo materno, ninguna pileta decorada con pequeñas flores rojas bien espaciadas, ningún piso de madera ruidoso que de repente comienza a ser querido solo porque uno se va, ningún olor a carne que venga de la cocina y ningún cañón de latón en el placard del vestíbulo… ¡Nada! Cuando mis valijas se hayan ido, vendrán otras. Cuando mi jabón esté guardado, habrá otro en la pileta. Cuando ya no esté junto a esta ventana, otro estará en mi lugar. Esta habitación no se hace ilusiones, ni te ilusiona ni me ilusiona ni ilusiona a nadie. Cuando salga y la mire una vez más, no será más mi habitación. El día es tan largo porque no hay melancolía que pueda abarcarlo.

Tampoco necesito hacer visitas de despedida en esta ciudad. Me alegra que aquí no conozca a un viejo que me odie, que yo odie, y a quien siempre tenga que saludar; o alguien más joven que se alegre de verme, y se ofenda si no lo visito. También me alegra no tener un buen amigo que me acompañe a la estación de trenes y que, al despedirnos, esté convencido de que se preocupa de nuestra amistad más que yo; o una mujer de la que estuviera enamorado (por cortesía) y que, mientras sus ojos se humedecen de lágrimas, se alegre de que haya causado una buena impresión en otra pasajera. Soy un extraño en esta ciudad. Por eso me siento aquí como en casa.

Solo va a haber un breve instante de sentimentalismo: cuando el cargador de equipaje del hotel ponga mis valijas en el andén, la gorra en una mano, la otra ocupada en mantener el uniforme en su lugar. Es entonces cuando la propina se vuelve algo complicado. La agarra rápido, pero con torpeza. Más parece un apretón de manos fugaz, como si hubiera fallado. Entonces el viejo retrocede dos pasos sin darse vuelta y mirándome. Se pone la gorra. Las letras que conforman el querido nombre del hotel vuelven a brillar. Entonces izo mis velas y subo al tren…

Frankfurter Zeitung 24.2.1929

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