Los años más memorables en el desarrollo del arte moderno sigue siendo la década de los 90 del siglo pasado, cuando el impresionismo francés se consumió en su propio fuego mientras que de sus cenizas, como un ave fénix, surgía una bandada de nuevas ideas, aves de plumas coloridas y picos místicos.
Surgió una tensión sin precedentes en el arte: mataron al fuerte de van Gogh; Gauguin huyó a Tahití; Seurat le quedó debiendo al mundo las obras más hermosas; solo Cézanne permaneció fuerte y muy grande y como mediador entre las dos épocas hasta crear obras perfectas; ¡Cómo debe haber sufrido con esa tarea!
El astuto de Matisse evitó el peligro, un personaje parecido a Hodler. Ninguno se interesó por los cargos de conciencia de su época, sino por mostrarle cómo sanar rápida y fácilmente. No ven muy lejos en el futuro y subestiman el carácter de los jóvenes, cuyo camino es, hoy, pedregoso y difícil de encontrar. Estos tampoco acompañaron por mucho tiempo a Matisse y Hodler, sino que se agruparon en torno a Picasso, los cubistas y exégetas lógicos de Cézanne, porque en sus mágicas obras están latentes todas las ideas del cubismo y la nueva construcción, ideas que el nuevo mundo se disputa. Debo asumir que el lector conoce estas modernísimas obras francesas y alemanas, como, por otro lado, puede suponer que estoy familiarizado con las objeciones –un tanto sentimentales– planteadas contra este desarrollo de las formas artísticas de expresión. Todas acaban, dicho con más habilidad o torpeza, en el reproche: ustedes son todos lógicos, demasiado lógicos; ustedes son escritores, no pintores; ustedes no ven ya la naturaleza detrás de tantas formas; ¡sientan y escuchen cómo susurran los bosques y huelen los duraznos! ¡Pero si ustedes sólo pintan barras y esferas!
Ahí es donde comienza la disputa: ¿quién se cree más cercano al corazón de la naturaleza, los impresionistas o los más jóvenes de la actualidad? No existe medida para determinar eso; pero es necesario corroborar el hecho de que en nuestros cuadros creemos que estamos al menos tan cerca del corazón de la naturaleza como Manet que, por medio de una representación sofisticada de la forma externa y el color, quiso revelar el olor del durazno o la rosa, y hacer perceptible su secreto interior. Incluso creemos que, para alcanzar ese secreto interior, utilizó medios poco adecuados. Cézanne ya reflexionaba sobre nuevos medios para profundizar en la estructura orgánica de las cosas y, en última instancia, dar su significado interior y espiritual.
Cuenta la leyenda que, hacia el final de su laboriosa vida, Cézanne lamentó la crueldad de su destino: le quitaron el pincel de la mano justo cuando comenzaba a entender cómo debía pintar; y en sus últimas obras dio forma a ideas que fueron fatales para el entonces triunfante impresionismo y que dieron el mayor impulso a la pintura de la presente generación. La leyenda no puede comprobarse, quizás tampoco negarse. ¡Lo que tiene que aguantar el venerable Cézanne hoy! En el mejor de los casos se nos dice: quod licet Jovi, non licet bovi; y lo que el genio consiguió en una vida de esfuerzos, uno no puede explotar. Como pintores que somos, tenemos que responder por dignidad; porque más o menos se nos está diciendo que trabajamos como chicos frívolos, sin conciencia ni disciplina; aunque el propio reproche delata una frivolidad histórica importante: ¿los grandes y pequeños impresionistas hicieron las cosas de otra manera en su época? ¿Qué tomaron de sus padres Delacroix, Rousseau, Daubigny y Courbet? ¿No le hicieron las mismas acusaciones a sus monomanías plenairistas que a nuestras ideas constructivas-no plenairistas?
Con todo respeto y profundo amor por los grandes impresionistas y plenairistas del siglo XIX, pensamos incluso que nuestras ideas artísticas actuales pueden referirse a una tradición y formación más antigua que ellos. Hoy buscamos cosas en la naturaleza que se ocultan detrás del velo de las apariencias, cosas que nos parecen más importantes que los descubrimientos de los impresionistas y que ellos simplemente ignoraron. Y no buscamos y pintamos este lado interior, espiritual, de la naturaleza por capricho o placer en lo novedoso, sino porque vemos ese lado, tal como antes se solía "ver" sombras violetas y el éter sobre todas las cosas. No podemos determinar por qué lo hacían, como tampoco por qué lo hacemos nosotros. Está en la época.
Aquí está el quid del argumento: por el bien del contexto histórico natural, nos referimos a algunos maestros del siglo XIX (Cézanne, Seurat, v. Gogh, Renoir, Degas y Gauguin, hoy bastante difamado) y destacamos fragmentos en donde creemos ver claros presagios del movimiento artístico que les siguió; en la práctica, la relación puede ser más flexible de lo que parece. El nuevo movimiento emerge hoy de todas partes con violencia elemental y unanimidad; no es un evento parisino, sino un movimiento europeo.
Entre los conocedores y desprejuiciados, la disputa es sólo sobre la calidad. Sobre eso, las armas y la agresión abundan. Pero ¿quién quiere ser el juez de su propia época? Creo que pocos de nuestros hostiles adversarios recorren el mundo con el mismo anhelo y vigor que nosotros en búsqueda de artistas que aporten a las exhibiciones modernas una “calidad” que pondrá de rodillas incluso a los más reacios. Por otro lado, ¿quién es el juez que se atreve a decidir a viva voz que no hay calidad alguna en nuestras filas? No lo reivindicamos, pero rechazamos con orgullo los insultos. ¡Busquen algo mejor!
Cada época tiene su calidad.
Pero no envía como apóstol a maestrillos o críticos en busca de genios.
Si se quiere buscar la fuente exterior del movimiento, quizás se la pueda identificar en la investigación histórica del siglo XIX, que nos presentó los acontecimientos artísticos más antiguos con incalculable prolijidad. Con el pasar de los años, su efecto se hizo cada vez más abrumador, provocó un renacimiento de las ideas artísticas [Kunstideen], en su influencia no muy distinto al renacimiento italiano; que no se nos acuse de vanagloriarnos con esa comparación; nos encontramos al principio del movimiento; sólo las próximas décadas, quizá siglos, mostrarán cuán profundo fue el efecto.
Esto generó, sin duda, que el arte haya perdido su carácter cotidiano; las personas de otros campos que no estén en constante contacto con estas ideas se quedan sin aliento al tratar de seguirlas. De ahí la actitud a menudo hostil contra nosotros y el ritmo intelectual que ha tomado el arte. Este ambiente nos es profundamente doloroso; pero hoy no está en nuestro poder cambiarlo. Esperamos con ansias a la generación que viene, que nos entenderá y nos seguirá sin problemas. Ella no lamentará lo que le hicimos a nuestros contemporáneos: que con un solo tajo cortamos el nudo inextricable en el que se habían enredado los conceptos del arte del siglo XIX. Al menos eso se dice: que lo hemos cortado; yo, personalmente, creo que se deshizo solo.
Siempre vamos a poder defendernos de nuestra época del grave reproche que pone en duda la buena fe de nuestra actividad creativa y nos recrimina haber “fabricado” el movimiento, de crear formas como productos de consumo que siempre apuntan a generar nuevas sensaciones en las vitrinas. ¿En serio creen que los nuevos pintores no tomamos nuestras formas de la naturaleza y que, como todo buen artista en cualquier época, no luchamos con ella por obtenerlas? Difícilmente hay una manera más ridícula e incomprensible de desestimar nuestras aspiraciones que esta: acusarnos de arrogancia y frialdad hacia la naturaleza. La naturaleza arde en nuestros cuadros como en todo arte. Sólo un ojo que no quiere ver y se cierra a cualquier perspectiva histórica del arte puede malinterpretarnos tan groseramente.
La discusión sobre el valor o no valor artístico de las nuevas ideas pictóricas no terminará pronto. Tampoco debería. Pero debe ser más productiva, racional y objetiva, algo que, hoy en día, casi no se da. Hay que sacarla del círculo vicioso en el que se mueve hoy, entre desaciertos no artísticos, y conducirla hacia un nivel en donde los artistas hablen entre ellos, en donde nos ahorremos la fastidiosa disputa sobre palabras tontas, para la cual el venerable Cézanne y otros maestros nos son demasiado queridos.
Tenemos una estrategia que seguramente nos ayudará a triunfar: produciremos tal riqueza en cuadros que pronto el mundo no artístico perderá el ímpetu y enmudecerá.
¿De dónde proviene esa riqueza?
¡De todos los confines del mundo! El mismo arte viene en nuestra ayuda; nos muestra todos los días que con nuestras ideas e imágenes somos solo una herramienta para un gran nuevo crecimiento que se agita en todas partes, en lugares y en países que nunca vieron un Picasso o un Cézanne. El viento esparce las nuevas ideas sobre los países. No hay cómo resistirse; nuestros hijos nacen con ellas; y los hijos testificarán contra los padres.
¿Y los eruditos?
¿Por qué quieren forzar al arte a trayectorias? ¿Pueden dictar una trayectoria a los vientos libres? Lo máximo que pueden hacer es construir refugios, academias, que alberguen a una generación congelada y envejecida; los jóvenes siempre bañarán sus pechos en el viento.
O sin ninguna metáfora: la naturaleza está en todas partes, en nosotros y fuera de nosotros; sólo hay algo que no es enteramente naturaleza, sino más bien su superación e interpretación, y cuyo poder emana de una base desconocida para nosotros: el arte. En su esencia, el arte siempre fue y es la separación más audaz de la naturaleza y la "naturalidad", el puente hacia el reino de los espíritus, la nigromancia de la humanidad. Entendemos la falta de comprensión y el miedo ante sus formas siempre cambiantes, pero no críticas.
Revista PAN, año 2, Nro. 16, 7 de marzo de 1912, pp. 468-471
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