Prefacio
Confieso haber tenido algunas reservas al abordar–en un momento en que el colosal impulso y ritmo de la época exigen que pongamos nuestra atención e interés en objetos de estudio de mucha más importancia– el estudio de lo que a primera vista se presenta como fantástico y pertenece al ámbito más apacible de la naturaleza. Simplemente pido que comencemos a escuchar el susurro de las flores, imperceptible incluso en la más silenciosa de las épocas, ahora que el viento brama y es capaz de arrancar troncos de raíces antiquísimas; que creamos en él, que aprendamos a respetarlo en un momento en que, incluso, a la más fuerte voz humana le es difícil destacar o afirmarse. Además, este estudio lo hice hace mucho y lleva demasiado tiempo sin ser productivo.
Una vez leí que, en ciertos grados de sordera, se perciben mejor los sonidos más apagados mientras más fuerte sea el ruido general. La conmoción que ensordece a un oído alerta, despierta al dormido. Sé muy bien que el ruido de la época no favorece a las delicadas voces de las flores. Sin embargo, ¿no podría también beneficiar su percepción? ¿Cuánto tiempo ha sido nuestro oído incapaz de escucharlas o, más bien, cuánto tiempo ha pasado desde que perdió esa capacidad? ¿Acaso, hoy en día, es más fácil conmoverse por esas voces perdidas de una primera juventud cuanto más extrañas y nuevas resuenen o dejen su eco en un murmullo? ¿Soy demasiado audaz al considerar posible que el juego desconocido y delicado que aquí voy a desplegar sea percibido por algunos y algunas como un acorde de una nueva y futura juventud que tarde o temprano renacerá en forma de conocimiento y acción desde la tumba en una antigua época que desaparecerá con un estruendo?
A esta reflexión –con la que yo mismo busqué darme ánimos– se le sumó la idea de que, tras la primera embestida del zeitgeist, ahora descontento, éste se había calmado, o, por lo menos, había reducido su ímpetu, y que su prolongada duración podría haber provocado, en algún lugar, la necesidad de cambios y espacios de tranquilidad, de un resurgimiento de algo más sosegado. ¿Acaso no necesitarán las personas, de vez en cuando, incluso quienes se enfrentan y actúan con todas sus fuerzas en las tribulaciones del mundo, un lugar de descanso en otro mundo, entre seres que silenciosos esperan y se amontonan a sus pies, ninguno de los cuales presionan ni se presionan entre ellos, y solo hablan en la medida que deseen que lo hagan? A ese mundo es donde quiero conducir al lector, y quiero acompañar a esas criaturas y ser su intérprete, para que, como cualquier otro pueblo, también tenga un representante. Solo quien lo reciba con la hospitalidad necesaria, ha de seguir la invitación.
Quizás piense el lector que el título lo inventé. La verdad es que lo descubrí. Quería algo corto y preciso, pensé en un nombre propio y, por un tiempo, no podía decidirme entre Flora y Hamadryas. El primero me pareció demasiado botánico; el segundo, demasiado ceremonioso y anticuado (además solo abarca la vida de los árboles). Me había decidido por Flora cuando me topé con el siguiente pasaje del mito de Thor de Ludwig Uhland. Me gustó tanto que lo cito aquí; además, es un punto de referencia importante para el texto.
Nanna, esposa de Baldur (el dios de la luz), es la flor, el mundo de las flores, cuyo momento más hermoso coincide con la presencia luminosa del dios. El nombre de su padre es Nep (Nepr), que significa botón, brote; la hija del brote es la flor... En Saro, Baldur se enamoró de Nanna cuando vio su irradiante belleza. Ella es la flor recién abierta y bañada por la luz. (…) Con la disminución de la luz, también termina la vida de la flor más rica y fragante. Cuando Baldur muere y lo llevan a la pira funeraria, Nanna se rompe de dolor. Esta expresión también es común para el corazón, pero se adapta sobre todo a la flor deshojada, marchita. (…)
Este libro parte de la visión de que la naturaleza está animada por divinidades y su objetivo es volver a hacer de las plantas una parte relevante de ella. Además busca desvelar su relación con el dios de la luz, Baldur. En pocas palabras: atribuirles a las flores un alma propia e interpretar psíquicamente su relación con la luz. Hoy en día, la esencia de lo alemán busca rejuvenecerse, volver a crecer por sí misma y desprenderse del –¡tan hermoso!– adorno de la Antigüedad; que Flora ceda su lugar a la joven diosa nórdica Nanna, parece algo necesario. Después de todo, los herbarios casi desterraron a la primera y no falta mucho para que toda la Antigüedad grecolatina desaparezca en los ataúdes de la historia. Un mundo de espíritus propio –si tenemos suerte, una vez más un mundo divino–, producto de nuestra tierra, con Nanna como nueva representación de la época de floración.
Muchos podrían pensar que todo esto es en vano, sobre todo si consideramos las posibilidades de alcanzar resultados concluyentes. De hecho, afirman, debería abandonar este proyecto que tanto aprecio porque no despierta ningún interés. Y, sin embargo, si mi objetivo es fundamentar seriamente un modo de ver las cosas –que hoy no cuenta con el respaldo ni de la opinión pública ni de los científicos–, un tratado breve no sería suficiente. Además, el tema en cuestión no despierta tan poco interés como se piensa. Saber si las plantas tienen o no tienen alma cambia por completo nuestra forma de ver la naturaleza y el mundo. Todo el horizonte de reflexión sobre la naturaleza se amplía, incluso el mismo planteamiento e investigación de esa pregunta puede revelarnos perspectivas nuevas, ajenas al sentido común.
En la introducción a su tratado sobras las plantas, Matthias Jakob Schleiden sostiene:
Intenté demostrar cómo la botánica está estrechamente relacionada con casi todos los ámbitos de la filosofía y las ciencias naturales, y cómo casi cualquier hecho o conjunto de hechos puede generar, tanto en la botánica como en cualquier otra rama de la actividad humana, las preguntas más serias e importantes, y así llevar al ser humano de lo dado por los sentidos a la intuición de lo sobrenatural.
Se podría pensar con razón que, si la reflexión sobre la materialidad de la vida de las plantas puede jactarse de tal importancia, la reflexión sobre su ámbito ideal va a exigir mucho más. Por lo tanto, me permito aplicar las palabras de Schleiden en el sentido de que, en lugar de detenernos con minuciosidad en los referentes filosóficos –y quizás innecesarios– sobre el tema en cuestión, hagamos un recorrido general. Creo que el lector agradecerá esta moderación. En el siguiente apartado, me explayaré al respecto.
Lo que ha contribuido a la extensión del texto fue mi deseo de combinar la argumentación con la exposición de ejemplos reales, relevantes para la pregunta central. En caso de que la perspectiva teórica y metodológica que apliqué sea considerada equivocada, estoy seguro que, por lo menos, contribuirá a aumentar el interés que los hechos aquí estudiados ya poseen por sí mismos. Pero incluso la simple recopilación de los mismos podría ser bienvenida por cualquier persona interesada en la vida de las plantas. La verdad es que incluí mucho más material de ese tipo – aunque sin perder relación con nuestro tema– de lo que sería necesario (véase los capítulos 7, 8, 9, 11 y 12). Los botánicos especializados, por supuesto, encontrarán no un aumento, sino un uso crítico de sus experiencias.
En última instancia, ¿cuál sería el éxito de este libro?
No tengo ninguna pretención poética y sólo puedo pensar en lo siguiente: la juventud no tiene precisamente las opiniones más formadas. Uno se esfuerza por convencerla de algo con los mejores argumentos que se tiene a disposición. No importa si escucha o no, pero, por lo general, simplemente dirá: ¿Y? Nada cambia.
Mis argumentos pueden ser buenos o malos. Lo más probable es que también se diga de ellos: ¿Y qué? Pero, ¡¿qué “y qué”?! Si no tuviera alguna esperanza de que al menos podrían influir en el sentir de la juventud que, como suele suceder, siempre va por delante de la razón, no haría ni el esfuerzo. Sin embargo, si lograra hacerlo, mis argumentos serían brillantes.
24 de agosto de 1848.
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