Admiramos el genio de Shakespeare que, en muchas de sus obras, abandona el camino común y busca nuevos senderos. A veces, sigue las pasiones hasta sus matices más finos; otras, hasta sus límites más remotos. A veces, introduce al espectador en los secretos de la noche y lo sitúa entre brujas y fantasmas; luego, lo rodea de hadas y espíritus completamente diferentes a esas apariciones de terror. La audacia con la que Shakespeare viola las reglas del drama no nos permite apreciar su gran habilidad para hacer pasar desapercibida la ausencia de reglas, porque precisamente en eso consiste su verdadero genio: en que, para cualquier ficción audaz, para cualquier forma de representación inusual, sabe ganarse de antemano la ilusión del espectador. El poeta no reclama nuestra buena voluntad, sino que estimula la imaginación, incluso en contra de nuestra voluntad, de tal manera que olvidamos las reglas de la estética junto con todos los conceptos de nuestro siglo ilustrado, y nos entregamos por completo a la hermosa locura del poeta. Después del éxtasis, el alma, de buena gana, se entrega de nuevo a la fascinación, y esa fantasía lúdica ya no será arrancada de sus sueños por ninguna sorpresa adversa.
En su perfección dramática, Shakespeare quizás siempre permanezca inimitable. La gran alquimia mediante la cual todo lo que tocaba se convertía en oro parece haberse perdido con él, porque, aunque sus obras maestras hayan sido imitadas por sus contemporáneos y por poetas posteriores, tanto ingleses como alemanes, ninguno se atrevió a entrar en aquel círculo mágico en el que él se eleva grande y temible. Los pocos que intentaron alcanzarlo parecen, ante él, invocadores de espíritus a quienes, a pesar de sus fórmulas misteriosas, a pesar de todos sus símbolos y su aparatología de hechicería, ningún espíritu obedece; y al final, solo provocan aburrimiento, dado que no poseen el arte de adormecer la razón.
En su época, Shakespeare fue el poeta de su nación, no escribió para la plebe, sino para su pueblo. Las obras maestras dramáticas de los antiguos, si es que las conocía, no eran el tribunal ante el cual juzgaba sus obras de teatro, sino a través de un estudio atento del ser humano, con el que había aprendido qué afecta a las emociones, y siguiendo su propia intuición. Con las reglas que había abstraído de la experiencia, escribió sus obras de arte. Es por eso que la mayoría de sus obras tienen un efecto tan universal y necesario en la representación y la lectura. Quizás ningún otro poeta haya calculado tanto el efecto teatral en sus obras como Shakespeare, y sin recurrir a trucos teatrales vacíos o a tratar de entretener con sorpresas insignificantes. Mantiene la atención sin los artificios de algunos dramaturgos intrigantes; sin la ayuda de la curiosidad, mantiene la tensión hasta el final, y con audaces golpes de su genio, conmueve profundamente, incluso hasta el punto del espanto.
Por lo tanto, su mundo maravilloso no consiste en deidades romanas o griegas, ni en los seres alegóricos ineficaces que se veían en el teatro previo e, incluso, durante su tiempo. Aunque los espectadores estaban acostumbrados a estos seres sobrenaturales, como poeta popular, prefirió adherirse a la tradición de su pueblo.
Dado que la imaginación común del pueblo crea y adorna la superstición, es natural que en los productos de la imaginación conmocionada y angustiada siempre haya tanto de infantil como de horror, tanto rasgos desagradables y absurdos como hermosos y terribles. Si Shakespeare hubiera adoptado sin distinción estos modos de representación del pueblo, podría haber contado con la aprobación de la masa, pero cualquier lector con algo de gusto y una imaginación refinada habría rechazado con molestia las monstruosidades de su mente. Sin embargo, demostró su sensibilidad más sutil: como verdadero poeta, no le bastaba con rebajarse a los modos de representación popular, sino que también elevaba esas representaciones a su propio espíritu; coincidió con la imaginación del pueblo, pero también exigía de éste, elevación y excelencia del sentimiento. En esta unión, afinó la superstición general en las más bellas ficciones poéticas, separó lo infantil y absurdo de ellas sin quitarles lo extraño y aventurero, sin lo cual el mundo de los espíritus quedaría demasiado cerca de la vida cotidiana.
Shakespeare es un artista completamente diferente en sus tragedias que en sus llamadas comedias. Cualquier lector, al observarlo por primera vez, se dará cuenta de que lo maravilloso en Macbeth y Hamlet es completamente diferente a lo maravilloso en La tempestad y Sueño de una noche de verano. Primero voy a hablar de estas últimas obras.
Sobre el uso de lo maravilloso en La tempestad
Las obras de teatro de Shakespeare pueden dividirse en muchos tipos. Muy pocas se parecen entre sí; cada una tiene alguna marca de singularidad, un espíritu propio que la separa del resto. Todas son fieles espejos del alma del poeta; cada una es producto de una sensibilidad propia, diferente de las demás. La tempestadsólo se puede comparar con Sueño de una noche de verano; tienen casi el mismo mundo y personajes similares; esa misma fantasía en flor, eternamente viva y su delicada sensibilidad; el mismo y delicado desarrollo de un acontecimiento de poca importancia; la misma mezcla de lo serio con lo cómico. No estoy de acuerdo con Malone en que Sueño de una noche de verano es diecisiete años anterior a La tempestad. Estoy convencido de que esta última fue escrita mucho después; hasta se podría decir que La tempestad es una repetición más hermosa y más perfecta de Sueño de una noche de verano.
Lo maravilloso y la forma en que se usa hacen de estas obras un tipo particular, y es lo que las hace diferentes de las demás composiciones de la musa de Shakespeare. Por lo tanto, me parece que vale la pena examinar con más detenimiento de qué manera el poeta emprende este nuevo camino y crea una pintura que contemplamos con la misma admiración que a sus otras obras maestras.
Cuando uno regresa de la lectura de Macbeth u Otelo, se siente tentado a considerar La tempestad y Sueño de una noche de verano como obras muy por debajo de esas grandes creaciones, pues estas ligeras y amables obras contrastan mucho con esas presencias gigantescas. En ellas, no encontramos una escuela de pasiones ni un mundo de espíritus que nos llenen de terror y horror: Shakespeare hace callar sus truenos para permitir que la imaginación se detenga sin obstáculos en imágenes encantadoras. Introduce al espectador en su mundo mágico y lo deja familiarizarse con miles de figuras mágicas, sin que el terror y el horror lo alejen del misterioso taller y lo mantengan lejos. Por lo tanto, en La tempestad, no se puede esperar escenas similares a las de Macbeth o Hamlet. El poeta nos acerca al mundo de los espíritus, lo trae de esa terrible distancia, lo libera de ese velo impenetrable que ahuyenta la mirada de los mortales. Aquí, el reino de la noche está iluminado por una suave luz de luna: nos acercamos con audacia a las formas amistosas y serias que no son menos aterradoras como dañinas.
¿Cómo consigue el poeta generar la ilusión de la aparición de seres sobrenaturales?
1.
Mediante la representación de un mundo completamente maravilloso, para que el alma nunca vuelva a ser transportada al mundo ordinario y así se interrumpa la ilusión. Al hacer que lo maravilloso no parezca del todo incomprensible.
Al poeta épico le resulta considerablemente más fácil transportar al lector a un mundo sobrenatural: tiene a su disposición la narración y la descripción poética con las que prepara al alma para lo maravilloso. Los sucesos se ven primero a través del ojo del poeta y la ilusión no enfrenta tantas dificultades, ya que nunca puede ser tan vívida como la que se espera en el drama. Uno le cree al poeta épico como si dijera la verdad misma, siempre y cuando aplique cierta habilidad para hacer verosímil su mundo maravilloso; pero, en el teatro, el espectador ve por sí mismo; el velo que lo separa de los acontecimientos ha caído y, por lo tanto, también exige una mayor verosimilitud.
Cuando el poeta dramático quiere introducirnos en un mundo maravilloso, siempre encontrará en nuestra incredulidad la mayor de las dificultades. Nos interesamos fácilmente por pasiones y situaciones, no tardamos en familiarizamos con los personajes, pero ¿cómo se supera la dificultad de que las criaturas que existen solo en la imaginación no nos parezcan siempre sobrenaturales? O, si el poeta finalmente ha inclinado nuestro interés por la ilusión a su favor, ¿cómo evita que no notemos el engaño en cada momento y, así, ser transportados de una manera brusca a la realidad?
No es necesario señalar que la alegoría no tiene ese poder de ilusión. Uno ve al director, por así decirlo, manipulando sus marionetas en su imitación; uno ve el movimiento como un principio moral o filosófico representado, y precisamente porque solo se presta atención a esa agilidad mental, se pierde el juego de la fantasía. En ese mismo momento, la mente también emite una sentencia sobre todo el resto de la composición, porque lo primero que hace el poeta es mostrar cuán inconsistentes son sus invenciones. Así le sucede a Goethe en su Egmont, donde después de una escena muy hermosa, arruina todo el efecto del final con una alegoría. En general, en el teatro moderno, estas ficciones poco poéticas se han retirado casi por completo al ámbito de los prólogos. Las máscaras en las antiguas obras de teatro inglesas, a menudo, son alegóricas e, incluso, la máscara en La tempestad tiene un matiz alegórico, aunque no es esencial para la pieza y, quizás, sea el mayor error de la obra. Shakespeare siempre evita la alegoría, aunque su uso le era muy familiar, dado que las moralities solían ser completamente alegóricas; hasta en las tragedias que se representaban poco antes de él y en su tiempo, a menudo, se incluían seres alegóricos entre los personajes activos.
Quizás se pueda comparar a La Tempestad y Sueño de una noche de verano con sueños alegres: en esta última obra, Shakespeare tiene como objetivo sumergir por completo a sus espectadores en la sensación de estar soñando; no conozco otra obra que, por su estructura, se adapte tan bien a este propósito. Shakespeare, que tantas veces revela en sus obras lo familiarizado está con las más leves emociones del alma humana, probablemente también contemplaba sus sueños y aplicaba las experiencias que obtenía de ellos en sus poesías. El psicólogo y el poeta pueden, sin duda, ampliar enormemente sus experiencias si estudian el curso de los sueños: seguramente se puede descubrir porqué algunas combinaciones de ideas afectan tan profundamente al ánimo; el poeta puede notar con más facilidad cómo se unen una serie de ideas para producir un efecto maravilloso e inesperado. Cualquier persona con una imaginación viva seguramente habrá sufrido o se habrá sentido feliz después de que un sueño lo haya transportado al reino de los fantasmas y monstruos o al encantador mundo de las hadas. En medio del sueño, el alma está a punto de descreer de los fantasmas, de liberarse del engaño y declarar que solo se trata de falsas figuras de sueños. En esos momentos en que la mente parece estar en conflicto consigo misma, quien duerme siempre está cerca de despertar, porque las fantasías pierden su realidad ilusoria, el juicio se separa y el primer encanto está a punto de desvanecerse. Pero si uno sigue soñando, el flujo infinito de nuevas figuras mágicas que la imaginación produce llevará a la ininterrupción de la ilusión. Ahora estamos atrapados en un mundo encantado: dondequiera que miremos, nos encontraremos con un milagro; todo lo que tocamos es de una naturaleza extraña; cada sonido proviene de un ser sobrenatural. En una confusión interminable, perdemos el criterio con el que medimos la verdad, precisamente porque nada real llama nuestra atención; perdemos, en la ininterrumpida actividad de nuestra imaginación, el recuerdo de la realidad; el hilo que nos guiaba a través del laberinto misterioso se ha roto detrás de nosotros y, al final, nos entregamos por completo a lo incomprensible. Lo maravilloso ahora nos parece común y natural porque estamos completamente desconectados del mundo real; nuestra desconfianza hacia los seres extraños se desvanece y, solo al despertar, nos damos cuenta de que era una ilusión.
Es todo un mundo de maravillas lo que ocupa nuestra imaginación en algunos sueños. En él, perdemos por completo la analogía que funda nuestros conceptos y creamos una nueva, que se corresponde con esos nuevos conceptos. Todo esto, lo que la imaginación presencia en el sueño, Shakespeare lo puso en práctica en La tempestad. La ilusión más destacada surge del hecho de que durante toda la obra no salimos en ningún momento de ese mundo maravilloso en el que una vez hemos entrado, que ninguna circunstancia contradice las condiciones bajo las cuales nos hemos entregado a la ilusión. Shakespeare logra esto en Sueño de una noche de verano, pero no de manera tan destacada como en La tempestad. Aquí nada nos devuelve al mundo real; los eventos y los personajes son igual de extraordinarios; la trama de la obra tiene solo un alcance limitado, pero está preparada y se desarrolla por incidentes tan maravillosos, por una multitud de eventos sobrenaturales, que casi olvidamos por completo los acontecimientos principales de la obra, y no nos interesamos tanto por el objetivo del poeta como por los medios con los cuales lo alcanza. El hilo en el que todo lo demás está enhebrado es la reinstalación de un príncipe desterrado: un evento que en sí mismo, debido a lo poco poético de la situación, tiene nulo interés. El poeta quiere elevar este tema simple a algo maravilloso, y si no se asume que Shakespeare lo tomó completamente de una novela italiana (aunque no se ha encontrado aún ninguna similar a esta obra), es muy interesante notar en qué medida eleva el evento ordinario a uno extraordinario y maravilloso. Hace que Próspero sea desterrado por su hermano: así, el poeta lo coloca en una relación interesante con su enemigo, que, por lo menos, aviva un poco más la atención debido a lo poco común. En lugar de simplemente desterrarlo y enviarlo a la miseria, lo hace viajar por el mar, en una frágil embarcación y, después de muchos años, llega a una isla desierta y deshabitada, donde queda abandonado y aislado del resto del mundo. Esta situación extraordinaria y romántica se acerca ya a lo maravilloso. Sin embargo, este príncipe, cuyos destinos ahora compartimos, no es una persona común; el poeta lo presenta como un personaje que se acerca al ideal. Está por encima de las pasiones humanas, ha dejado de lado sus debilidades. Por lo tanto, no podemos sentirnos conmovidos por su desgracia, porque él mismo no la vive lo suficientemente profunda; el personaje pierde la empatía que tenemos con el desafortunado, pero al mismo tiempo se convierte en objeto de nuestra admiración, y precisamente porque el personaje principal no es una persona común, lo maravilloso se eleva en la obra. Sin embargo, no vive completamente solo en su destierro, su hija lo acompaña: su tierna inocencia, sus delicados sentimientos, su belleza apelan al amor del espectador, que no puede llegar a Próspero, que está por encima de él. Por medio de este personaje, Shakespeare une muy hábilmente su mundo maravilloso con el real. Este último va a ganarse la simpatía del espectador si el primero es capaz de mantenerlo en el asombro y de la ilusión resultante.
Próspero es más que un hombre noble; el poeta lo muestra también como un ser sobrehumano, a quien la naturaleza obedece dócilmente, quien ha adquirido un dominio sobre los espíritus a través del estudio de la magia, con la que dirige todas las circunstancias a su voluntad. El mago Próspero llega a tener sus enemigos bajo su poder; él quiere castigarlos y recuperar lo que es suyo. Otro objetivo de Próspero es la unión de su hija con el encantador hijo del rey de Nápoles: el amor de estas dos almas delicadas vuelve a unir la parte de la obra que debería inspirar nuestra simpatía con la otra parte que nos introduce al reino de los espíritus. Shakespeare hace que esta conexión con el interés y la ilusión de la superstición atraviese todas las escenas serias de su obra, porque entre los villanos es Alonso, el padre de Fernando, un personaje sensible que incluso llega a despertar nuestra compasión, ya que Sebastián y Antonio solo ganan nuestro odio con su frialdad.
Próspero lleva a cabo su plan con la ayuda de sus serviciales espíritus: Ariel es el principal de sus sirvientes. El espectador ahora es admitido en los más secretos designios, presencia todos los medios con los que Próspero actúa; ningún detalle le queda oculto. Pero el poder de los espíritus le es incomprensible; es suficiente para él verlos actuar y cumplir los mandatos de Próspero. No exige explicaciones más detalladas; se considera iniciado en todos los secretos, ya que no hay efecto que no haya presenciado y eso lo hace sentir como si lo hubiera hecho él mismo; ninguna aparición, ningún milagro ocurre sin que sepa de antemano que va a ocurrir. Por lo tanto, no se sorprende ni se asusta por nada, aunque todo lo sumerge en un nuevo asombro y en un éxtasis parecido a un sueño, a través del cual, al final, el mundo maravilloso se ha convertido en su patria. Shakespeare crea este mundo maravilloso a nuestro alrededor sobre todo con los personajes de Ariel y Calibán. Son como los guardianes que nunca permiten que nuestra mente regrese al reino de la realidad: en todas las escenas serias, es la presencia de Ariel la que nos ancla en el mundo donde nos encontramos; en las cómicas, es Calibán. Los acontecimientos mágicos que Próspero pone en marcha caen uno tras otro sin cesar, y no permiten que el ojo regrese a la realidad ni por un momento, lo que inmediatamente desacreditaría a todos los fantasmas del poeta. También el extraño contraste entre Ariel y Calibán aumenta nuestra fe en lo maravilloso. La creación de Calibán fue la idea más acertada del poeta; en esta representación, nos muestra la mezcla más extraña de ridiculez y repulsión: esta criatura está tan lejos de la naturaleza humana y está descrita con rasgos tan engañosos y convincentes que podríamos creer que nos encontramos en un mundo completamente ajeno y desconocido solo por su presencia.
Shakespeare abre la obra de la manera más adecuada para su propósito. Sus introducciones suelen ser frías y tranquilas; generalmente, nos presenta el conflicto antes de encender nuestra imaginación. Pero como en La tempestad tenía un objetivo completamente diferente, desde el principio tensa la imaginación y las expectativas. A través de la audaz representación de la tormenta y el inquietante barco, estremece al espectador y lo prepara para todo lo maravilloso que vendrá. El primer y mayor golpe ha ocurrido; el mundo maravilloso del poeta nos parece menos extraño; nos acerca a la aventura y a lo extraño; la imaginación se enciende y cualquier superstición nos parece ahora más natural. Próspero entra en escena y se presenta como mago; comprendemos la conexión de las cosas; y en las siguientes escenas, en las que aparecen Ariel y Calibán, no solo se nos introduce del todo en las creaciones de Shakespeare, sino que nuestra creencia en ellas ya está firmemente arraigada en nuestra alma. También el extraño adormecimiento de Miranda, que al principio es incomprensible para el espectador, lo prepara para una cierta sensación mágica oscura; y durante el resto de la obra ya no abandonaremos ese mundo maravilloso; solo cuando caiga el telón vamos a dejar de creer que Próspero es un mago y que nos encontramos en una realidad encantada.
La presencia constante de lo maravilloso sumerge al espectador en un estado de ánimo que equivale, en unas pocas horas, al delirio de Don Quijote, aunque éste haya sido más intenso y duradero. Nada desterró a Don Quijote de su creencia en las historias de caballeros, porque su imaginación siempre creó los personajes y los acontecimientos que busca. Todos los objetos que veía coincidían con los que había leído: transforma cabañas en palacios, molinos de viento en gigantes y mozos en magos. Por lo tanto, Cervantes podría haber concluido esta excelente novela de manera mucho más satisfactoria, si hubiera intentado poner en el camino de su héroe solo un evento, de modo que su activa imaginación no hubiera podido transformarlo. Poco a poco, habría salido de su ilusión y habría tenido la oportunidad de conectar ideas; de esta manera, el autor habría podido hacer desaparecer gradualmente todas las figuras oníricas que rodeaban a Don Quijote, porque se habría formado un criterio con el cual distinguir la verdad del error.
Cuando lo maravilloso está aislado y constituye por sí mismo una parte del espectáculo, no puede transportarnos a esa ilusión, tan indispensable para que la composición del poeta no nos parezca insípida. Shakespeare debió estar muy convencido de esta idea, ya que la aplica incluso donde no representa un mundo sobrenatural, pero sí eventos que son extraordinarios y se acercan a lo maravilloso. Así, en El mercader de Venecia, une dos historias extrañas, donde una se vuelve más plausible a través de la otra. Creemos en la aventura precisamente porque todo es una aventura, porque nada nos recuerda a nuestro mundo ordinario. Concederé que tanto el evento principal como los distintos episodios en El mercader de Venecia son poco dramáticos, pero en la forma en que Shakespeare los une y la manera gradual con que lo hace, ha demostrado tanto buen gusto como sagacidad. Se puede ver lo poco que lo maravilloso impacta cuando el poeta lo deja aislado, por ejemplo, en la ópera de Marmontel, Zemire y Azor; en El Hada Urgèle e, incluso, en algunos poemas épicos más recientes. La Henriada puede proporcionar pruebas muy claras de esto, así como de la ineficacia de los seres alegóricos. La opereta alemana más reciente, Don Juan, es demasiado insípida para tomarla de ejemplo. La fiel pastora de Fletcher ofrece un ejemplo muy llamativo de cómo lo maravilloso tiene poco efecto cuando no todo en la obra es maravilloso. Un viejo pastor se convierte repentinamente en un mago, sin que lo hubiéramos sospechado antes; una niña muere y repentinamente aparece un dios del río y la resucita. Estas ficciones carecen completamente de poder de ilusión porque están demasiado aisladas en sí mismas; el resto de la trama no nos transporta a un mundo donde podríamos esperar tales eventos y, por lo tanto, les negamos nuestra creencia.
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