Marie Louise Gothein: El jardín de Shakespeare
- Buchwald
- 6 abr
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Gartenschönheit: eine Zeitschrift mit Bildern für Garten- und Blumenfreund, für Liebhaber und Fachmann 1 (1920), p. 8
Cuando hace cuatro años se conmemoró en la isla el tricentenario de la muerte de su hijo más ilustre, el eco que la festividad halló en los corazones alemanes apenas encontró una débil resonancia entre el estruendo de la guerra. En tiempos de paz, Alemania habría enviado, sin duda, a la mayoría de los peregrinos, pues llenos de auténtico reconocimiento y agradecimiento, nuestros más grandes espíritus se inclinaron ante el gran británico; ellos crearon para nosotros, sus descendientes, la tradición que ha hecho de Shakespeare parte esencial de nuestra cultura espiritual.
Por eso acogemos también hoy con gusto una pequeña noticia que nos llega desde el otro lado del canal: bajo el título Un jardín de Shakespeare, el Daily News informó sobre el proyecto de fundar un jardín en Stratford. Este se establecerá en New Place, la propiedad que el poeta adquirió ya en 1598, cuando se hallaba en la cima de su producción en Londres, donde pasó sus últimos años de reposo y murió el 23 de abril de 1616. La casa que entonces lo acogió ya no existe: un reverendo colérico la mandó a demoler en 1759, después de haber ordenado que talen un árbol de morera que, según la tradición, el poeta había plantado con sus propias manos en el jardín, porque la multitud de visitantes perturbaba su tranquilidad. En ese terreno ajardinado, que desciende hasta el Avon –el río que atraviesa la pequeña ciudad, enmarcada en verde de un modo encantador, y su imponente iglesia gótica con la tumba–, se establecerá el jardín conmemorativo. El diario invita a contribuir, sobre todo con hermosos ejemplares de flores. Esta encantadora manera de solicitar participación da testimonio del amor del pueblo inglés por los jardines y las flores, que, significativo ya desde tiempos antiguos, alcanzó en el último siglo gran intensidad y difusión.
Pero ¿cómo debe ser el jardín que se quiere crear en el espíritu de Shakespeare? Es natural que allí se planten solamente –o en primer lugar– flores que él menciona en sus obras, y que no se permita ninguna que no hubiera adornado ya los jardines de aquella época. Sin embargo, no deben disponerse esas flores según una fantasía pintoresca, pues el jardín de Shakespeare tenía un estilo definido de composición, y cuando el poeta habla de él, lo ve en marcado contraste con la naturaleza silvestre, como una creación artísticamente modelada por el ser humano, que somete la plantación a su voluntad y cuya tijera no tolera que un brote crezca demasiado sobre otro. No mucho antes de la época de Shakespeare, el jardín de Inglaterra se había abierto, del encierro y aislamiento medieval, al amplio y generoso espíritu del Renacimiento. Durante mucho tiempo, las épocas turbulentas de las sangrientas guerras de las dos rosas habían impedido la llegada del florecimiento artístico italiano, mientras Francia, ya décadas antes, se había entregado con entusiasmo jubiloso a la influencia italiana. Pero desde mediados del siglo, Inglaterra había recuperado el tiempo perdido, y no en último lugar en el arte de los jardines, donde corte y nobleza rivalizaban con sus vecinos al otro lado del canal.
Shakespeare conocía sin duda el muy célebre jardín de Kenilworth, situado cerca de su ciudad natal, que el favorito de Isabel, el conde de Leicester, había mandado a construir; pero con certeza estuvo en el castillo real de Hampton Court, en Londres. El teórico de esos jardines principescos fue [Francis] Bacon. En uno de sus ensayos, trazó una imagen vívida de un jardín señorial de su época, con su estructura rigurosamente simétrica, el esplendor algo abigarrado de su cerco, el esmero con que se cuida el pasto, la disposición de largas alamedas sombrías que bordean el jardín, el montículo artificial, llamado mound, coronado por una casa de jardín: todos rasgos que distinguen al jardín inglés de otros, especialmente de los meridionales.
Shakespeare no nos ofrece una imagen tan concreta de los jardines en sus obras, pero con gusto escoge el jardín como escenario. Su recogido y apacible intimidad sirve a los enamorados como lugar de encuentro. Una abundancia de escondites –a veces glorietas cubiertas de madreselva o un tejo recortado; otras veces, corredores cubiertos de verdor, pleached alleys, que aún hoy e incluso nuevamente con el renacimiento del estilo antiguo, embellecen los jardines ingleses– ofrece, especialmente en las comedias sencillas, oportunidades para que amigos y burlones hostiguen a los amantes.
Los canteros de flores que adornan el jardín están dispuestos con delicadeza en dibujos entrelazados. La mayoría están bordeados con boj, y los senderos estrechos entre ellos, salpicados de tierra coloreada. Shakespeare llama a este tipo de jardín “curious-knotted”, delicadamente entrelazado, en Trabajos de amor perdidos, y lo sitúa al este del parque que sirve de escenario a la obra. En las amplias zonas de caza del parque, también había casas de recreo amuebladas con comodidad para alojar a damas reales, pero también en el jardín ornamental, junto a las glorietas, se construyeron pabellones sólidos, decorados con lujo, que podían servir de lugar de cita para los amantes, como en Medida por medida.
Shakespeare subraya siempre el orden, el firme dominio de la tijera, pues el seto en todas sus formas era entonces, como lo es también hoy nuevamente, junto al pasto, un rasgo definitorio de la imagen del jardín inglés. Así, el jardín sirve al poeta como imagen de un Estado bien ordenado, como en la bella escena del jardín en Ricardo II, o también del espíritu humano ordenado, sometido a la voluntad, como en la notable escena de Otelo entre Yago y Rodrigo: “Y nuestro cuerpo es nuestro jardín, y nuestra voluntad, el jardinero”.
Una imagen de jardín así cerrado necesita también protección hacia afuera. Shakespeare menciona, a menudo, el muro de ladrillo, que, por muy alto que sea, puede ser escalado por los enamorados, como Romeo en el jardín de Julieta. Esos antiguos muros de ladrillo, a los que el tiempo ha dado un color maravillosamente profundo, aún se encuentran en viejos jardines como único vestigio de una disposición antigua, y en todos los huertos frutales, son el fondo más bello y útil para los frutales en espaldera.
Pero lo principal en el jardín siguen siendo las flores. También Bacon comienza su ensayo con la exigencia de que los jardines deben diseñarse de tal modo que todo el año haya en ellos algo en flor o algo verde, y ofrece como prueba de esa posibilidad una enumeración de las distintas plantas, flores y árboles que florecen sucesivamente. Shakespeare vivió en una época en la que el interés por la botánica se había encendido con fuerza en todos los países debido al conocimiento de otras partes del mundo. Los viajeros no solo traían plantas exóticas, sino que también sabios con formación botánica partían, por cuenta propia o privada, a investigar los ejemplares adecuados y aclimatarlos en su país. La lista de Bacon incluye ya una gran cantidad de esas plantas introducidas. En las Crónicas de Holinshed de 1586 se elogian con entusiasmo los jardines adornados con flores extranjeras. En algunos jardines –se dice– pueden verse entre 300 y 400 especies, cuyos nombres ni siquiera se conocían cuarenta años atrás. “Es difícil de creer cómo el arte colabora con la naturaleza cada día, en el color, la duplicación y el aumento de nuestras flores.”
Pero a Shakespeare no le interesan esos jardines modernos. Las flores que él nombra una y otra vez, que hablan un lenguaje tan lleno de sentido, que suenan con tanta gracia en los labios de la pobre y turbada Ofelia, son las antiguas flores del huerto medieval de plantas medicinales, las que le eran familiares. Incluso en boca de Perdita, en Cuento de invierno, durante aquella incomparable fiesta de la esquila de ovejas, resuena un encendido rechazo a la horticultura moderna. Perdita no quiere tolerar claveles en su jardín, pues ha oído que en su colorido interviene el arte, que compite con la gran naturaleza creadora, y aunque su desconocido huésped intente convencerla de que también la naturaleza provee los medios de esa mejora, ella lo rechaza: le parecen bellezas maquilladas y no quiere poner la pala en la tierra para plantar un solo bulbo.
Esto deberán respetarlo también los creadores del jardín en Stratford y plantar en su jardín, primorosamente dispuesto, violetas, narcisos, prímulas, prímulas de primavera, fritilarias imperiales y lirios de toda clase, pensamientos –el love-in-idleness del Sueño de una noche de verano–, hinojo, aquileas, margaritas, jacinto azul, caléndula dorada, lúpulo, tomillo, ruda y romero, que el poeta nombra una y otra vez y que significan melancolía y duelo, fidelidad y recuerdo.

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