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Buchwald

Max Beckmann: Una confesión

Mi forma es la pintura y estoy bastante satisfecho con ella. Es que soy, por naturaleza, vago con la palabra y sólo un interés ardiente puede sacar algo de mí.


Hoy que tuve la oportunidad de observar con asombro a pintores dotados de habla, me resultó un poco bochornoso que mi pobre boca no pueda expresar con palabras hermosas y ditirámbicas el entusiasmo interior y las pasiones ardientes por las cosas del mundo visible. Pero me calmé y me dije: sos un pintor, dedicate a tu oficio y dejá hablar a quienes saben. Creo que amo pintar porque obliga a ser objetivo [sachlich]. Odio el sentimentalismo. Cuanto más fuerte e intensa es mi voluntad de capturar lo indecible de la vida, cuanto más insoportable y profunda arde en mí la conmoción de la existencia, más se cierra mi boca e, incluso, más fría y calculadora se vuelve mi voluntad de capturar a ese monstruo de vitalidad inquietante y horrible, de encerrarlo, recluirlo, de anegarlo en líneas y superficies claras y nítidas.


No lloro, odio las lágrimas; son signos de esclavitud para mí. Yo sólo pienso en cosas.


En una pierna, en un brazo, en cómo la maravillosa sensación del escorzo rompe la superficie, en la división del espacio, en la combinación de líneas rectas y su relación con las curvas. En el gracioso vínculo entre las distintas redondeces pequeñas (generalmente de distintas extremidades) con las formas rectas y planas de los bordes de las paredes y la profundidad de las superficies de las mesas, cruces de madera o frentes de casas. Lo más importante para mí es la redondez, capturada en altura y ancho. La redondez en la superficie, la profundidad de la sensación de profundidad, la arquitectura del cuadro.


¡Devoción! ¿Dios? Una palabra hermosa y que se ha abusado mucho de ella. Seré ambas cuando haya hecho mi trabajo de tal forma que finalmente pueda morir. Una mano pintada o dibujada, un rostro sonriente o llorando, ese es mi credo; si he sentido algo de la vida, está ahí.


La guerra está llegando a su triste final. No cambió nada de mi forma de ver la vida, sólo la confirmó. Nos dirigimos hacia tiempos difíciles. Pero precisamente ahora, casi más que antes de la guerra, siento la necesidad de permanecer entre las personas. En la ciudad. Ese es nuestro lugar ahora. Tenemos que ser parte de toda la miseria que está por venir. Tenemos que entregar nuestro corazón y nuestros nervios a los espantosos gritos de dolor de los pobres desgraciados que fueron engañados. Ahora precisamente tenemos que acercarnos lo más posible a las personas. Eso es lo único que puede motivar, hasta cierto punto, nuestra existencia superflua y egoísta. Darle a las personas una imagen de su destino, y eso sólo se puede hacer si las amas.


Sin embargo, no tiene sentido amar a las personas, ese manojo de egoísmo (al que también pertenezco). De todos modos, lo hago. Las amo con toda su mezquindad y banalidad. Con su estupidez y modestia barata y su tan rara capacidad de sacrificio.A pesar de todo, cada persona es siempre un evento para mí, como si acabaran de caer de Orión. ¿Dónde puedo satisfacer más ese sentimiento que en la ciudad? Se dice que en el campo el aire es más limpio y más difícil estar expuesto a la tentación. Soy de la opinión de que la suciedad es la misma en todas partes, la pureza está en la voluntad. Los campesinos y el campo seguramente son también algo muy hermoso y, a veces, una recreación agradable. Pero la gran orquesta humana es la ciudad.


Lo enfermo y repugnante de la era anterior a la guerra fue la agitación empresarial y la adicción al éxito y todos, de una u otra forma, estábamos infectados. Llevamos cuatro años mirando directamente la mueca grotesca del horror. Quizás fue, para algunos, el primer paso a la profundidad. Eso sí, siempre y cuando se haya dado ese primer paso.


El rechazo total para alcanzar la famosa pureza personal y la inmersión en Dios es, por ahora, algo carente de vitalidad y de amor, y sólo podrá lograrse una vez que hayamos terminado nuestra obra. Nuestro trabajo es la pintura.


Ojalá nos hayamos liberado de muchas cosas del pasado. De una imitación mecánica y bruta de lo visible, de la degeneración arcaica de decoraciones vacías y de tumores místico-sentimentales, y alcancemos, con suerte, la objetividad trascendental, producto del amor más profundo por la naturaleza y las personas, como ocurre en Mäleskirchener, Grünwald y Breugel, en Cézanne y van Gogh.


Quizás si buscamos menos los negocios, incluso (aunque apenas creo posible) a través de un principio comunitario más fuerte, el amor a las cosas por sí mismas vuelva a crecer. Solo así veo la posibilidad de volver a alcanzar una gran sensibilidad por un estilo general.


Esa es mi loca esperanza, a la que no puedo renunciar y que está, a pesar de todo, más fuerte que nunca en mí. Construir con mis cuadros. Construir una torre en la que la gente pueda gritar toda su ira y desesperación, toda su pobre esperanza, alegrías y deseos salvajes. Una nueva iglesia.


Tal vez el tiempo me ayude.

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