En junio de 1924 falleció en Franz Kafka uno de los más grandes poetas y de las más puras personas de todos los tiempos. Se trata de un juicio en el que, creo, la exageración motivada por nuestra amistad no juega el menor papel; un juicio que ya parece evidente para el pequeño círculo de personas para quienes Kafka significaba mucho o todo. Es un juicio que será compartido en un futuro no muy lejano por todos los devotos del arte, incluso por todas las personas.
El dolor de su muerte tampoco es responsable de la franqueza de mi juicio. Porque mientras Kafka todavía estaba vivo, hablé y escribí mi ensayo “El escritor Franz Kafka” (Neue Rundschau) con la misma franqueza.
Franz Kafka tenía, sin duda, una opinión diferente. Nos peleábamos con frecuencia precisamente sobre ese punto, porque Franz, en mi opinión, subestimaba severamente sus obras. Todo lo que publicó se lo tuve que quitar con astucia, persuasión y fuerza. Esto no se contradice con el hecho de que, a menudo, durante largos períodos de tiempo, sus escritos lo hacían muy feliz. (Él, por supuesto, hablaba constantemente de sólo “garabatos”). Los siempre pequeños grupos que tuvieron el privilegio de escucharlo leer su propia prosa experimentaron su ardiente entusiasmo, un ritmo cuya vitalidad ningún actor igualará jamás, el tremendo impulso creativo y la pasión que había detrás de su trabajo. Que, sin embargo, lo repudiara se explica, primero, por ciertas experiencias tristes que lo inclinaron al autosabotaje y, por lo tanto, al nihilismo con respecto a su propia obra; e, independientemente de eso, se explica por el hecho de que había puesto su trabajo (es cierto que nunca lo dijo) en los más altos estándares religiosos, pero que, arrebatado por el tormento y la duda, nunca pudo satisfacer. El hecho de que su trabajo podría haber sido de gran ayuda para muchos que buscan la fe, la naturaleza, la salud mental, no le importaba, justamente porque con el fervor más implacable buscaba el camino correcto, y primero tenía que aconsejarse a sí mismo, no a los demás.
Esta es mi interpretación sobre la actitud negativa de Kafka hacia su propio trabajo. A menudo hablaba de “manos falsas que avanzan en dirección opuesta a uno en el proceso de escribir”, y también de cómo lo que ya había escrito o publicado lo persuadían de seguir trabajando. Había que vencer mucha resistencia antes de que se publique un volumen suyo. No obstante, disfrutaba realmente de los hermosos libros terminados y, ocasionalmente, del efecto que tenían en los lectores. Hubo veces en las que se contemplaba con benevolencia, también a su obra, nunca del todo sin ironía, pero amistosamente, lo que ocultaba el enorme pathos de alguien que lucha sin concesiones por lo absoluto.
Franz Kafka no dejó testamento. En su escritorio, debajo de muchos otros papeles, había una nota doblada y dirigida a mí. El contenido de la nota es el siguiente:
Mi queridísimo Max, mi último pedido: que todo lo que sea parte de mi legado (en las cajas de libros, el armario de la ropa, el escritorio, en casa y en la oficina, o donde sea que haya estado y se les ocurra) en forma de diarios, manuscritos , cartas (de otros y mías), dibujos, etc., sea quemado en su totalidad y sin ser leídos, asimismo todo lo escrito o dibujado que esté en tu posesión o en la de otros, a quienes te pido que contactes y hagan lo mismo. Aquellos que tengan cartas que no quieran darte deberían al menos prometer que las quemarán ellos mismos.
Tuyo, Franz Kafka
En una búsqueda más extensa encontré otra nota, escrita a lápiz, amarilla y obviamente vieja. Dice:
Estimado Max,
Quizás esta vez no me recupere. Después de un mes de fiebre pulmonar, la aparición de la neumonía es bastante probable, y ni siquiera escribirlo pueda evitarla, aunque la escritura tiene cierto poder.
Para esta eventualidad, por tanto, aquí está mi última voluntad con respecto a todo lo escrito por mí:
De todo lo que he escrito, sólo cuentan los libros: El juicio, América, La metamorfosis, La colonia penitenciaria, Un médico rural y la historia: “Un artista del hambre”. (Pueden quedar algunas pocas copias de Contemplación. No quiero causarle a nadie la molestia de destruir los ejemplares; pero no se puede reimprimir). Cuando digo que solo esos cinco libros y la historia cuentan, no me refiero a que quiero que se reimpriman y conserven para tiempos futuros. Al contrario, se perderán por completo, de acuerdo con mi verdadero deseo. Es solo que no voy a impedir a nadie, dado que ya están allí, que los retenga, si así lo desea.
Por otro lado, todo lo demás que he escrito (impreso en publicaciones periódicas y en forma de manuscritos y cartas) debe, sin excepción –en la medida en que sea accesible o se pueda pedir a los destinatarios (conoces a la mayoría de ellos, sobre todo …….., y no olvides los cuadernos que tiene …...)– y preferiblemente sin leer (aunque no voy a evitar que le eches un vistazo; prefiero, sin embargo, que no lo hagas y, en cualquier caso, nadie más debe poder verlos), ser quemado lo antes posible.
Franz
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