En su último y muy celebrado libro, ¿Qué es el arte?, el Conde Lev Tolstoi expone, junto a una larga serie de definiciones de todos los tiempos, su propia respuesta. Y de Baumgarten a Helmholtz, de Shaftesbury a Knight, de Cousin al Sar Péladan, hay suficiente espacio para albergar extremos y contradicciones.
Todas estas opiniones sobre el arte, incluidas las de Tolstoi, tienen una cosa en común: no reflexionan tanto sobre la esencia del arte, sino, más bien, buscan explicarla en términos de sus efectos.
Es como decir: el sol es el que madura la fruta, calienta los prados y seca la ropa (olvidan que todos los hornos pueden también hacer esto).
Aun cuando nosotros, los modernos, estemos muy lejos de hacer con una definición algo por los demás o por nosotros mismos, es posible que aventajemos a los eruditos de antaño en naturalidad y sinceridad, incluso en cierta muda reminiscencia de horas creativas que les confieren a nuestras palabras un calor que sustituye la dignidad y conciencia histórica que carecen. El arte se presenta como una forma de ver la vida, al igual que la religión, la ciencia y el socialismo. Lo que diferencia al arte es que no es producto del tiempo y se presenta, por así decirlo, como la “cosmovisión del objetivo final”. En una representación gráfica en la que las opiniones individuales se presentan en forma de líneas sobre un futuro plano, el arte sería la línea más larga, quizá un tramo de la periferia de un círculo que aparenta ser una línea recta porque su radio es infinito.
Si perdiera los fundamentos sobre los que se edifica, seguiría existiendo como creatividad y la posibilidad reflexiva de nuevos mundos y tiempos.
Por eso, quien hace de ella su visión de la vida es el artista, la persona del “fin último”, que atraviesa, joven, los siglos sin ningún pasado detrás de sí. Los demás van y vienen; él perdura. Los demás tienen a Dios como un recuerdo detrás de sí. Para los creadores, Dios es el último y más profundo objetivo. Y cuando los piadosos dicen: "Él es", y los tristes sienten: "Él era", el artista sonríe: "Él será". Y su fe es más que fe, porque él mismo construye un Dios. Con cada mirada, con cada reconocimiento, en cada una de sus silenciosas alegrías, le agrega una virtud y un nombre, para que el Dios finalmente se lleve a cabo en un futuro bisnieto, adornado con todas las virtudes y todos los nombres.
Esa es la obligación del artista.
Pero como actúa solo en el presente, sus manos chocan con la época. No es que éste sea el enemigo. Pero es lo titubeante, lo dubitativo, lo desconfiado. El tiempo es la resistencia. Y es sólo a partir de la dicotomía entre el devenir moderno y la visión de la vida del artista que surge una serie de pequeñas liberaciones, y el hacer del artista se vuelve visible: la obra de arte que no es producto de su ingenua tendencia. Siempre es una respuesta a un hoy.
Queremos explicar la obra de arte como una confesión profundamente interior que pretende ser un recuerdo, una experiencia o un hecho y que, separado de su autor, puede existir por sí mismo.
Esta independencia de la obra de arte es la belleza. Con cada obra, algo nuevo llega al mundo, una cosa más.
Como vemos, en esta definición hay espacio para todo: desde las cúpulas góticas de Jehan de Beauce hasta un mueble del joven van der Velde.
Las explicaciones del arte que toman como base el efecto, abarcan mucho más. Al considerar sus implicancias deben necesariamente cometer el error, en lugar de la belleza; hablan de gusto, es decir, en lugar de hablar de Dios, hablan de oración. Y así se vuelven incrédulos y se pierden cada vez más.
Tenemos que decirlo: la esencia de la belleza no está en el hacer, sino en el ser [im Sein]. De lo contrario, los arreglos florales y los parques tendrían que ser más hermosos que cualquier jardín salvaje que florece en algún lugar perdido que nadie conoce.
Cuando me refiero al arte como una visión de la vida, no me refiero a nada imaginario. La visión de la vida debe entenderse como: forma de ser. No un autocontrol para alcanzar algún propósito, sino un despreocupado dejarse llevar, un confiar en un objetivo seguro. No cautela, sino una ceguera sabia que sigue sin miedo a un guía amado. No la adquisición de una propiedad tranquila que crece lentamente, sino un despilfarro constante de todo lo que tenga valor. Esta forma de ser tiene algo de ingenuo y espontáneo, y se asemeja a ese tiempo del inconsciente, cuya característica más destacada es la confianza feliz: la infancia. La infancia es el reino de la gran justicia y el amor profundo. Nada es más importante que otra cosa en manos del niño. Juega con un broche de oro o con una flor blanca. Cansado, los dejará caer descuidadamente y olvidará que ambos le parecían igualmente brillantes a la luz de su alegría. No tiene el miedo de la pérdida. Para él, el mundo sigue siendo un hermoso cuenco en el que nada se pierde. Y siente como su propiedad todo aquello que una vez vio, sintió u oyó. Todo lo que alguna vez se cruzó con él. No obliga a que las cosas emigren. Ellas pasan por las manos santas de los niños, multitud de nómadas oscuros, como por un arco del triunfo. Se iluminan un momento en su amor y luego la oscuridad vuelve a caer sobre ellas; pero todas tienen que pasar por este amor. Y lo que una vez brilló en el amor permanece en él como imagen y no se pierde jamás. Y la imagen es propiedad. Por eso los niños son tan ricos.
Su riqueza es, por supuesto, oro en bruto, no moneda corriente. Y parece perder cada vez más valor en la medida que gana poder en la educación, que sustituye las primeras impresiones involuntarias y completamente individuales por conceptos convencionales e históricamente desarrollados y que, según la tradición, marca las cosas como valiosas e insignificantes, deseables e indiferentes. Entonces llega el tiempo de la decisión. O esa abundancia de imágenes permanece intacta detrás de la invasión de los nuevos conocimientos, o el viejo amor se hunde como una ciudad bajo la lluvia de cenizas de estos volcanes inesperados. O lo nuevo se convierte en el muro que rodea un pedazo de la infancia, o una inundación lo destruye sin piedad. Esto significa que el niño o se hace mayor y más maduro en el sentido burgués, en germen de un ciudadano útil, entra en el orden de SU tiempo y recibe su bendición, o simplemente sigue madurando tranquilamente en lo más profundo, desde su interior, en infancia más propia, y eso significa que se convierte en una persona con el espíritu de TODOS los tiempos: artista.
Es, en estas profundidades y no en los días y experiencias de la escuela, donde crecen y se esparcen las raíces de la verdadera vida artística. Vives en esta tierra más cálida, en el silencio imperturbable de los acontecimientos oscuros que no saben nada de la medida del tiempo. Es posible que otros troncos, que desarrollan su fuerza a partir de su educación, del suelo más frío influenciado por los cambios en la superficie, crezcan más alto que el árbol de raíces profundas de un artista. Éste no extiende ramas transitorias por las que pasará el otoño y la primavera hacia Dios, el eterno desconocido; silenciosamente extiende sus raíces, y ellas envuelven al Dios que está detrás de las cosas, donde todo es cálido y oscuro.
Debido a que los artistas descienden mucho más hacia la calidez de todo devenir, OTROS jugos se elevan en ellos hasta los frutos. Ellos son el ciclo más extenso, en cuyo trayecto siempre aparecen nuevos seres; son los únicos que pueden hacer confesiones mientras otros tienen preguntas veladas. Nadie puede reconocer los límites de su ser.
Los comparamos con un pozo sin fondo. Las épocas se ubican en el borde y arrojan su juicio y conocimiento como piedras que se pierden en profundidades inexploradas, y escuchan. Hace siglos que las piedras están cayendo. Ninguna época ha escuchado el fondo.
Hemos experimentado y vuelto a experimentar a muchos y muchas así: príncipes y filósofos, cancilleres y reyes, madres y mártires, que para su época fueron locura y resistencia, y ahora a nuestro lado viven más silenciosos y sonrientes y nos ofrecen sus viejos pensamientos, que ya no son ruidosos ni blasfemos para nadie. Nos acompañan hasta el fin, aceptan con cansancio su inmortalidad, nos hacen herederos de su Eternidad y mueren todos los días. Luego, sus monumentos ya no tendrán alma, sus historias se volverán superfluas porque poseeremos su esencia como una experiencia propia. Sus pasados son como un andamio que se derrumba antes de que se termine la construcción; pero sabemos que cada obra vuelve a ser andamio y que, luego de cien caídas, se levantará una construcción definitiva, que será torre y templo y casa y patria.
Algún día, cuando ese monumento sea coronado, será el turno de los artistas de ser contemporáneos de aquellos hacedores. Porque han atravesado las épocas como el mismísimo futuro, y ni siquiera hemos podido reconocer al más pequeño como un hermano, como una hermana. Quizás se acercan a nosotros con su forma de pensar, nos tocan con algún trabajo, nos hacen una reverencia y, por un instante, observamos sus obras. Sólo nosotros somos capaces de no poder verlos vivir y morir en el presente. No pensamos cerrarle los ojos, que nos miran, a uno de estos muertos.
Incluso los creadores de nuestro tiempo no pueden invitar, como huéspedes, a esas grandes personas, cuyo hogar solo algún día existirá porque ellos mismos ahora no están en casa, sino que esperan como futuros e impacientes solitarios. Sus corazones alados chocan constantemente contra las paredes del tiempo. Y si se comportan con sabiduría y se encariñan con su celda y el pedacito de cielo que está atrapado en los barrotes de sus ventanas como en una red, y con la golondrina que ha construido su nido, llena de confianza, sobre su tristeza. Son anhelantes que no siempre quieren esperar entre toallas bien dobladas y baúles apilados. A menudo sienten la necesidad de extender las toallas para que las imágenes y los colores que ideó el tejedor adquieran significado a partir de sus miradas y contexto, y quieren oro que llene sus almacenes, los eleve de sus oscuras posesiones hacia los usos claros.
Pero llegaron temprano. Y lo que no les toca en vida, se convierte en su obra. Y la colocan fraternalmente junto a las cosas permanentes, y el dolor de lo no vivido es la misteriosa belleza que lo rodea. Y esa belleza les confiere hijos y herederos. Y así, junto al proceso creativo, un género que aún no ha vivido aguanta y espera su momento.
Y el artista sigue siendo un bailarín cuyo movimiento se quiebra por la restricción de su celda. La falta de espacio que en sus pasos y en el movimiento de sus brazos experimenta se manifiesta en la palidez de sus labios, o tiene que rajar en las paredes, con sus dedos ensangrentados, los movimientos de su cuerpo que aún no ha experimentado.
Ver Sacrum, 1899.
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