Así que en los días de fiesta me fui y vi cómo Roma y el Letrán colgaban de un delgado hilo de seda y cómo un hombre sin pies corría más rápido que un caballo y como una espada afiladísima cortaba un puente en dos.
Grimm, Cuentos de la infancia y el hogar
Así luce la diva de cine. Tiene veinticuatro años, aparece en la portada de una revista ilustrada, parada frente al Hotel Excelsior junto al Lido. Es septiembre. Si uno mirara a través de una lupa podría distinguir la trama, los millones de puntitos que hacen a la diva, a las olas y al hotel. Pero la imagen no es de la trama de puntos sino de diva viva en el Lido. Tiempo: el presente. El epígrafe la llama demoníaca: nuestra diva demoníaca. Aún así, no carece de cierta autenticidad. El flequillo, la seductora postura de la cabeza, las pestañas a derecha e izquierda… Todos estos detalles, escrupulosamente enumerados por la cámara, están en su debido lugar, una figura impecable. Todos la reconocen encantados ya que han visto la original en la pantalla. Se parece tanto a ella misma que no se la puede confundir con nadie más, incluso si fuera solo la doceava parte de otras doce chicas de portada. Soñadora, parada frente al Hotel Excelsior, disfrutando de su fama al sol, un ser de carne y hueso, nuestra diva demoníaca, de veinticuatro años, en el Lido. Es septiembre.
¿Es así como lucía la abuela? La fotografía, de más de sesenta años y ya una fotografía en el sentido moderno, la muestra como una joven de veinticuatro años. Dado que las fotografías se parecen, esta también tiene que parecerse. Fue cuidadosamente producida en el estudio de un fotógrafo de corte. Pero si no fuera porque se cuenta de generación en generación, no se podría reconstruir a la abuela sólo con la imagen. Los nietos saben que en sus últimos años vivió en un cuartucho con vista al casco antiguo y que, para darle el gusto a los niños, hacía bailar soldados sobre una bandeja de vidrio; conocen una historia desagradable de su vida y tienen dos frases hechas certificadas que cambian un poco de generación en generación. Que esta fotografía represente a la misma abuela de quien se han conservado unos pocos detalles y que quizás con el tiempo se pierdan, es algo que hay que creerle al padre y a la madre, quienes, a su vez, afirman haberlo experimentado directamente de ella. Los testimonios son inciertos. Después de todo, podría resultar que la fotografía no representa a la abuela, sino a una amiga que se le parecía. Sus contemporáneos ya no viven, ¿y el parecido? Hace mucho que el original se pudre bajo tierra. Pero la figura ahora opacada por el tiempo tiene tan poco en común con los rasgos que se recuerdan, que los nietos se someten, no sin sorpresa, a creer que en la fotografía se encuentra esa señora que se dice que es su antepasado y apenas recuerdan fragmentariamente. Está bien, entonces es la abuela, pero en realidad es una muchacha cualquiera de 1864. La muchacha sonríe continuamente, siempre la misma sonrisa, la sonrisa se detiene, ya sin relación a la vida de la que ha sido arrebatada. La semejanza ya no ayuda. Las sonrisas de los maniquíes en los salones de belleza son igual de rígidas y continuas. El maniquí no pertenece a nuestro tiempo, podría estar en un museo, con sus iguales, en una vitrina con la etiqueta “Trajes tradicionales 1864”. Allí los maniquíes se exhiben únicamente por los trajes históricos, y la abuela de la fotografía es también un maniquí arqueológico que sirve para presentar los trajes de la época. Bueno, así es como una se vestía entonces: moño, cintura ceñida, miriñaque y zuavo. Ante los ojos de los nietos, la abuela se disuelve en una batalla entre detalles pasados de moda y a la moda. Les divierte el traje tradicional que, tras la disolución de su portadora, es el único que prevalece en el campo de batalla –un adorno exterior que se volvió autónomo–, no tienen piedad, y hoy las jóvenes se visten de otra manera. Se ríen y al mismo tiempo sienten un escalofrío. Pues a través de los detalles del traje, del que ha desaparecido la abuela, creen vislumbrar un momento del tiempo pasado, el tiempo que pasa sin retorno. Si bien el tiempo no es parte de la fotografía como la sonrisa o el moño, la fotografía en sí, así les parece, es una representación del tiempo. Si fuera sólo la fotografía la que les concede duración, no se conservarían más allá del mero tiempo, más bien… Es el tiempo el que crea imágenes a partir de ellos.
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8
Aunque la abuela haya desaparecido, la crinolina sigue estando presente. La totalidad de toda fotografía debe entenderse como el inventario general de una naturaleza irreductible, como el catálogo de todas las manifestaciones que se presentan en el espacio en la medida en que no se construyen a partir del monograma del objeto, sino que se ofrecen a partir de una perspectiva natural que el monograma no logra captar. A este inventario espacial le corresponde el inventario temporal del historicismo. En lugar de preservar la “historia” que la conciencia lee de la sucesión temporal de los acontecimientos, el historicismo registra la sucesión temporal de los acontecimientos cuyo vínculo no contiene la transparencia de la historia. La estéril autopresentación de los elementos espaciales y temporales pertenece a un orden social que se regula a sí mismo según las leyes económicas de la naturaleza.
La conciencia, siempre turbada por la naturaleza, es incapaz de discernir su fondo. Es tarea de la fotografía mostrar ese fundamento natural [Naturfundament] que ha permanecido inexplorado hasta ahora. Por primera vez, la fotografía expulsa toda la envoltura natural; por primera vez, el mundo de los muertos se manifiesta en su independencia de los seres humanos. Ella muestra las ciudades en tomas aéreas, baja ornamentos florales y formas de las catedrales góticas; todas las configuraciones espaciales se incorporan al archivo principal en combinaciones inusuales que las alejan de la medida humana. Una vez que la vestimenta de la abuela haya perdido su vínculo con el presente, ya no será cómica, sino extraña como un pulpo en las profundidades del mar. Un día la diva perderá su condición demoníaca y solo quedará el corte con flequillo, como el moño de la abuela. Así, los elementos inventariados se desmoronan porque nada los mantiene unidos. El archivo fotográfico recoge, al reproducirlos, los últimos elementos de una naturaleza alienada de sentido.
Al archivarlos se fomenta la confrontación entre la conciencia y la naturaleza. Así como la conciencia se enfrenta a la cruda mecanicidad expresada por la sociedad industrializada, del mismo modo –gracias a la técnica fotográfica– se enfrenta al reflejo de la realidad, que se le escabulle. Haber provocado la confrontación decisiva en todos los campos es, precisamente, la apuesta del proceso histórico. Las imágenes de la naturaleza inventariada [Naturbestand] y desintegrada en sus elementos se entregan a la conciencia para que pueda disponer libremente de ellas. Su disposición original ha desaparecido, no están adheridas al contexto espacial que las conectaba con el original del que se extrajo la imagen de la memoria [Gedächtnisbild]. Sin embargo, como los residuos de la naturaleza no apuntan a formar la imagen de la memoria, la disposición que proporciona en la imagen es necesariamente algo provisional. Por lo tanto, corresponde a la conciencia demostrar el estado provisional [Vorläufigkeit] de todas las configuraciones dadas y, tal vez, incluso despertar una vaga idea del orden correcto de la naturaleza inventariada. En las obras de Franz Kafka, una conciencia liberada se desprende de esta responsabilidad: destruye la realidad natural y une los fragmentos cambiando su orden. El desorden de los desechos que se reflejan en la fotografía no podría evidenciarse con más claridad que a través de la suspensión de toda relación habitual entre los elementos de la naturaleza. Una de las posibilidades de la película fotográfica es precisamente la de trastornarlos. Lo hace cada vez que asocia partes y detalles para crear construcciones inusuales. Si el desorden de las revistas ilustradas no es más que confusión, es porque este juego con la naturaleza reducida a pedazos recuerda al sueño, en el que se entrelazan fragmentos de la vigilia. Este juego indica que desconocemos la organización válida, según la cual algún día tendrán que presentarse los restos fotográficos de la abuela y la estrella de cine, guardados en el inventario general.
(Frankfurter Zeitung, 28 de octubre de 1927)
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